miércoles, 18 de marzo de 2009

Alimentar a las ingratas II


Al mediodía hay que volver a alimentar a las gallinas. Esta vez el manjar es una hedionda bolsa de residuos orgánicos: cáscaras de huevo, yerba mate usada, cáscaras de naranja, pulpa de fruta, pedazos de fruta podrida, restos varios de otros platos más elaborados. La legión encomendada a esa tarea consta de tres personas: un niño de once años, una niña de ocho años y otra de veintidós que está ansiosa por experimentar hasta los huesos la vida de campo en su mayor crudeza. Los tres nos armamos de valor, bolsa en mano, y entramos al gallinero. Sus habitantes están sueltas por doquier, y saben que si alguien se acerca es para alimentarlas. Están al acecho. Al entrar, las plumíferas siguen al trío con ojos hambrientos. Al divisar la bolsa, el caos se hace carne y el gallinero se vuelve una batalla campal: de un lado las gallinas, arrinconadas por la amenazante escoba que apunta contra ellas el caballero de once años, del otro lado la legión. La niña de ocho años pega grititos estridentes con cada gallina que pasa la línea de fuego y alcanza la bolsa que cuelga de su mano. En medio de la confusión, esquivando picotazos, tomo la bolsa y la vacío en un tarro. Las gallinas se abalanzan sobre el viejo tarro de helado a comer los hediondos restos de comida, la basura orgánica, con la pasión que un indigente le pondría a un banquete de primer nivel. La legión se aleja ya, con olor a proceso de putrefacción, y con la mirada de las ingratas a sus espaldas.


*Foto gentileza de Juan Manual Ruiz Benavides

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