viernes, 18 de diciembre de 2009

El gerente

Porque, vea, a mi se me está partiendo el corazón, ¿ve? Yo siento esta puntada que le digo acá en el pecho y me parece que me voy a morir. No me estoy inventando los síntomas, eh. No. Me voy a morir por razones biológicamente comprobables. Porque yo le digo que se me parte el corazón es así, se me separan las ventrículas, los dos pares en dos, se me separan, y toda la sangre que se bombea adentro se desparrama por el organismo. Se mezcla toda, la sucia y la limpia, la de las venas y las arterias, cuando se me rompe el corazón pasan esas cosas, ¿ve? Si se me inunda el cuerpo de sangre, doctor, si la sangre no está donde tiene que estar, es tóxica pienso yo. Me voy a morir de intoxicación. ¿De qué? Pero si le digo, de la sangre. Y de la morondanga que flota en el aire. De esas coimas que aletean cuando uno quiere trabajar. Hay cien mil en mi oficina, me picotean todo el tiempo, como zancudos le digo. Claro que si, las conté el otro día. No podía trabajar y me paré en el rincón de mi oficina, donde se junta la ventana con el armario, esa ventana enorme que da a la 9 de Julio, bueno ahí me paré a contar coimas. Cien mil. Una barbaridad. Verdes, por supuesto. Yo por mi profesión andube mucho en el campo, ¿sabe? Claro, y sé que si uno está cerca de una laguna los zancudos no lo joden. Entonces llené mi oficina con vasos de agua. Como no era suficiente, traje bowls y todos los recipientes que encontré en la cocina. Todos llenos de agua. Claro que funciona.
No, quién le dijo que hay tantas coimas. No, no, usted está equivocado. Acá no hay zancudos. Y en mi oficina tampoco.
Pero claro, Adriana, vamos. Allá hay una laguna y los zancudos no joden más. Si, calor hace en todos lados, pero los zancudos no se acercan al agua. Bueno, si querés quedate acá. Yo me voy lejos de estas coimas.
(Y Adriana me contó que se fue como loco malo, y él me dijo que en la laguna no había zancudos.)

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Spirits

La gota de vino tinto que resbala en el paladar había mojado su ombligo "we drunk the spirits" she said "we sniffed the spirits" I said la alimentaba con gotero que salía de sus dedos con la lengua acariciaba el manjar y con la piel lo envolvía lo dejaba lo aceptaba lo llevaba alguien podría haber dicho que se fundían pero no las gotas se mezclaban con las de sudor entraban salían jugaban se escondían un día juntos ascendieron, juntos se elevaron en medio del aire, tenían cuatro piernas, cuatro brazos, dos corazones y todo lo demás por duplicado no les alcanzó la piel para contener la alegría y en medio del eter explotaron.
Alguien dijo una vez "Aquí hubo dos chicos que mucho se querían aquí hubo, si, y un día desaparecieron. Nadie sabe qué pasó nadie sabe, rastros no hay, ¿verdad señora?". "No sé", contestó la detective, "en estas sábanas sólo hay polvo de estrellas".

domingo, 25 de octubre de 2009

Huerta

Un tomate cherri, rojo, redondo.
La cafetería estaba vacía. Los tubos blancos en el techo quitaban toda pizca de calor a la luz, que no perdonaba los rincones. Yo estaba sola, sentada en una mesa para muchos. Mi bandeja me miraba. Tenía verduras crudas: algún que otro bastón de zanahoria, lechuga de muchos colores, repollo. Una sopa de algo con pan. Una feta de queso ahumado prometía deleite. Y yo estaba contenta, habían quedado tomates cherri después de la horda.
Tomé este. Mordí un costado. Su piel tirante, roja, se abrió. Un sabor ácido inundó mis papilas del gusto y las semillitas se dieron a la fuga. De pronto me pareció que el tomate tenía boca, y me dijo: huerta.
De un momento a otro seguía siendo de noche, si, pero hacía calor. Miré a mi alrededor sorprendida: estaba oscuro, apenas podía ver con una lámpara amarilla que colgaba de algún lugar. La casita de los quesos. Mis pies sin hojotas moldeaban el barro y mis dedos jugaban a esconderse por turnos en su negrura. Tenía una malla entera y un short. Hojas multirraciales me acariciaban la piel con espinas y los mosquitos se regodeaban en su tiranía. El pelo se me pegaba en la cara y los brazos me goteaban desde arriba. De pronto ese aroma me golpeó la cara toda: era ácido y dulce, y también olía a hojas verdes rotas. Los tallos, vestidos de pelusas verdes gentiles, se esforzaban por ser rastreros, pero alguien los había atado a cañas para poder cosechar: yo. María apurate con esos tomates, que ya es tarde, pichona. Dale, así después vamos a casa y nos metemos a la pileta antes de cenar. Mi abuelo, sin piernas enclenques, ni vejez, ni ojos perdidos. Mi abuelo.
Mañanas y tardes, ir a la huerta, hermanos, caballos. Desenterrar zanahorias, quitarles la tierra con el agua del tanque, morder. Dulzura. Media zanahoria para mi, media para el caballo. No tengas miedo, no te va a morder. ¿Viste cómo le gusta? Se la comió toda. Ahora te huele porque quiere más. Pasar los dedos por las hojas de las frutillas, no pisar los zapallos, cortar laureles para Dorita, desenterrar papas. A mi, del corazón, me salen papas.*
Un segundo después, la cafetería sigue siendo muy muy blanca, afuera hace frío y el tomate parece ya no tener más nada para decir. Y a mi, del corazón, me sale sangre.

*línea tomada de este poema

martes, 15 de septiembre de 2009

No alcanza

Su rostro no está. Él está ahí pero ya no es. La oscuridad deshace la mitad de su cara, y en un delirio a ella le parece ver cómo se desfigura. Un ojo se desprende y flota en el eter, pegado aún a la ceja, pegadas aún las pestañas, se aguzan los ojos y penetran, quieren decir miles de cosas, sólo caben algunas cuantas decenas de palabras. La oscuridad, que deshace las cosas, le carcome la mitad del rostro, la otra mitad bañada con luz de luna púber, es fría, no alcanza. Ella ve el rostro de él y le parece que es otra persona, los poros de su piel se hacen evidentes, en las curvas de su cara reposa la desesperación. No entendés que no me alcanza. No. Que te abrazo y no me alcanza. Te aprieto fuerte y no, no te metés adentro mío, abajo de mi piel, no, conmigo, no, te me vas y no me alcanza. Ella triste lo abraza, con las piernas, lo abraza, con el cuerpo, y con las yemas repasa su cara.

Acostados en la cama, él presiona. ¡No ves que no me alcanza! Lágrimas suicidas, sábanas mojadas. Sus manos en el cuellos presionan, presionan. ¡No ves que no me alcanza! Las de ella manotean, una cara que no está. ¡No ves que no me alcanza! Aprieta. Cierra. Hablame, decime algo. Te necesito, ¿no te das cuenta? No. Sus piernas se aflojan. Ya no lo abraza. Lo mira, pero no respira.

martes, 1 de septiembre de 2009

Niños que no duermen II

De chica no tenía problemas para dormir. Hay nenes que les dejan la luz prendida del baño, o cajitas musicales abiertas hasta que se agota la cuerda. Yo no. Jamás. Momento, estoy mintiendo. Una noche, yo tendría unos diez años, estábamos en la casa del campo. Me desperté porque había tenido una pesadilla. No quise llamar a mi mamá desde la cama. Ya lo había hecho antes, y siempre terminaba llorando. Es que el pasillo que separaba mi pieza de la cocina era muy largo, y la puerta, muy pesada. Mi madre se quedaba charlando con mi abuela después de acostarnos, y si alguno de nosotros llamaba, no nos escuchaba. Cuando yo gritaba “¡Mamá!” por décima vez, mi voz se quebraba. No sé porqué, sólo recuerdo sentir una angustia terrible. A veces escuchaba las risas en la cocina, y toda la situación se me hacía un abandono insoportable.

Así que esa noche, la de la pesadilla, decidí levantarme porque no quería llorar. Encontré a mi mamá en el baño, se estaba mirando al espejo con la puerta abierta. Se tocaba la cara, tenía un moretón y estaba llorando. Yo me asusté, los padres no lloran. Hice un ruido al respirar y me tapé la boca. Mi madre me vio y cerró la puerta al instante. Entonces me di vuelta y vi que venía mi papá. Salía de su habitación, estaba desencajado. Al verme, su gesto se ablandó. Yo me asusté, me metí en mi pieza y cerré la puerta. Las sábanas estaban frías.

Durante un tiempo, después de esa vez, mi mamá me contaba cuentos de princesas para que me durmiera. Nunca hablamos de la vez de la pesadilla. Una noche, antes de que se fuera, le pregunté.

- Mami, ¿a las princesas les pegan? - me miró fijo y pensó unos segundos.

- No - su voz era firme. -¿Me oís bien? A las princesas no les pegan nunca - me tapó, me dio un beso y se fue cerrando la puerta.
Ese fue el último cuento, el número treinta. Y luego pude dormir siempre sin problemas. Hasta hoy.

martes, 25 de agosto de 2009

Niños que no duermen

Recién soñé. Pero tenía los ojos abiertos, qué raro. (No, no es raro, me pasa seguido.) Estaba durmiendo en mi cama y escuchaba un ruido terrible. Una bala había roto mi ventana y se dirigía a mi frente. De pronto se detenía. Se le abría una boca y me empezaba a hablar. “Deberías dormir”, aconsejaba. (Qué bala de mierda.) Me hizo acordar a esa vez en la casa del campo. Yo era chiquita. Estaba durmiendo en el cuarto del fondo y de pronto me despertaba un escándalo de botas contra el piso de madera. Me levanté a ver qué pasaba. Mi abuelo, mi tío, mi papá entraban a la sala y tomaban los rifles de la pared. Yo pensaba que eran decorativos. “Hay un zorro en el cuadro del molino”, dijo uno. Me fui de vuelta a la cama. Me dio miedo que alguien usara esas armas. Durante un largo rato, hasta que me dormí, escuché los disparos. Me imaginaba zorros con la cabeza partida en dos, el hocico chorreando sangre de oveja. De tanto en tanto me despertaba un tiro, que se me hacía cercano. Me paralizaba la idea de que uno atravesara mi ventana y se enterrara en mis sesos.

martes, 18 de agosto de 2009

Vidrio en sangre

Y ahora claro, mirá. Veinte mil astillas de vidrio que se quieren meter. Que se quieren meter en mis venas, claro. Veinte mil pedacitos nadando en torrentes de sangre, pedazos chiquitos que a la luz brillan y parecen plateados y yo entonces me pregunto si son tantos ¿no? me pregunto cuánto faltará para que me corra mercurio por las venas. Porque después de todo estos brillitos plateados parecen gotas de aquel metal y me salen de las venas, si. De mis adentros. Yo pienso si todo ese vidrio se me está metiendo ahora o si ya lo tenía. Y si de las veinte mil astillas que en sangre nadan, de todas, una se me entierra en el corazón, por ejemplo, ¿qué? ¿Empezaré a producir vidrio por bombeadas? No sé. Tal vez esa mínima astillita se me encalla en el músculo, que se rompe, se rompe, se inunda el cuerpo de sangre, de sangre se llena todo la piel lo contiene y un día explota.

Esas cosas me pasan a mi. Como esto, por ejemplo. Los vasos que caen se rompen a lo sumo en cuatro pedazos. Cinco, qué locura. Y todos grandes, alguno pequeño. Pero no veinte mil astillas. Y a quién se le ocurre prender la luz a las tres de la mañana igual.

Quería saber a qué te levantaste a esta hora.

Estoy mirando por la ventana.

Mirando qué.

Qué te importa Alfonso. Mirando. Qué tiene de malo mirar por la ventana por dios.

Estás enojada porque se te rompió el vaso.

Algunas veces pienso, y últimamente más de dos al día, que cuando aquel hombre me preguntó si pensaba amarlo para toda la vida tendría que haber dicho si. Si, y también juro odiarlo hasta que la muerte nos separe, que no es un compromiso menor.

Por la noche cuando miro por la ventana de la cocina pienso que la oscuridad del patio es enorme. Infinita. Que cualquier día podría meterse alguien por la medianera bajita y entrar a la casa a robar. Alguien. Un hombre. Me lo empecé a imaginar. Dos tipos desencajados, con los ojos para todos lados. Que se acercan a la ventana y miran huelen con los ojos sienten con la lengua miran. Y yo me quedo mirando ratos largos de noche y los hombres nunca llegan. (Si se me sigue metiendo vidrio en las venas la sangre roja se hará mercurio. Lo dice clarito ahí, en el libro.)

A Alfonso no lo sentí entrar en la cocina. Pero cuando prendió la luz vi una cara en la ventana. La mía, desencajada. Dejé caer el vaso. Sin querer. Me había olvidado que lo tenía entre los dedos. Era mi cara. No había un loco que entrara en mi casa era mi cara. No había un loco. (Saltar por medianeras ajenas, degollar vecinos tomar de sus gargantas las cuerdas armar con ellas guitarras. No.) Un loco. Que viniera. Y me llevara.

lunes, 3 de agosto de 2009

Se me escapan, las palabras

Humo, hay olor a. El hogar hecho de ladrillos, hechos de algo color naranja, alberga el fuego que prende, prende, se aviva y quema. La madera, quema. Yo tengo los pies fríos. Los pies de alpargatas y medias no tan gruesas. Es invierno, a pesar de que. Y yo meto, entonces, los pies, el pie que se me congela, porque siempre es uno, siempre el mismo, siempre no pero hoy se me ocurrió venir y meterlo en el hogar. Arriba del tronco que arde. Uno podría pensar, ahora que lo pienso, que el tronco está muriendo, pero no. Ya se murió antes, cuando lo cortaron. El hogar (desde esta perspectiva) parece un viejo. Su boca de ladrillo a la vista parece decirme "estoy cansado. Estoy cansado María. Estoy cansado María de quemar". Pero no, se limita a lanzar bocanadas de humo y yo viajo. Porque los hilos grises que del tronco ardiente (que del tronco ardiendo, que del tronco ardiente) se desprenden a mi me hacen acordar a tantas cosas. Mentira. Me llevan siempre al mismo lugar. Y yo sin querer me subo en esa canoa y viajo, porque conozco el lugar, pero cuando llego ya estoy ahí y no lo veo. Y es el campo, si, el campo en invierno, si, pero ¿qué del campo? No sé. Es el campo en invierno. Y el olor a humo para mí es el olor al campo en invierno. Y a pesar que la casa está limpia, la mitad huele a Glocot de lavanda y cuando uno se acerca al centro hay olor a humo. (No, no hay olor a humo. Aunque si.) Hay olor a hogar. Es lindo, si, por momentos, el olor a humo, pero a veces el viento del sudeste es más persistente y se nos llena la casa de humo.
Recuerdos, se nos llena la casa de.
En la memoria, me ahogo yo a veces.
Los recuerdos me superan, los invento y me los creo y los escribo y los cambio. Acá, arriba del hogar, el humo me hace bien, si, pero ahora me arden las piernas, si, me arden pero no del frío, no, me arden del fuego, si. Se me ha llenado el corazón de humo, si, y yo que no sé cómo hacer para que vuelva a correr la sangre, no. Podría degollar un cordero en el patio, al fin de cuentas vi cómo lo hacía mi abuelo desde los cinco años, si, podría hacerlo, manejo el cuchillo a la perfección, podría hacerlo y beberme la sangre. Y dejar de escribir. Si. No podía escribir. No podía. No puedo. Se me escapan, las palabras. Voy a degollar un cordero.

martes, 14 de julio de 2009

Tocho

El mundo se cae a pedazos y nosotros disparamos nos decía mi abuelo nos grababa en las retinas las expresiones de sus ojos en los tímpanos las curvaturas de su voz y nosotros los tres lo mirábamos sin pestañear lo mirábamos él nos contaba cuentos siempre de noche antes o después de la cena nos contaba muchos nos leía libritos que estaban coloreados y llenos de dibujos del Tío Rico y sus tres sobrinos de Charito la Chatilla que tenía castañuelas y era de Sevilla cuentos del Quirquincho que decía que había un zorro muy vivo que siempre embromaba a un tigre muy Tigre pero muy lento y había frases que no eran malas palabras pero nos hacían reír y mi abuelo las entonaba siempre ponía matices en su voz siempre y decía que ni la misma madre que lo re parió lo hubiera reconocido y nosotros reventábamos de risa siempre reventábamos y Madre fruncía el ceño y decía que parir era una mala palabra y Padre dejaba de reírse para decir que no y en todo caso ya no importaba porque el abuelo seguía leyendo pero el que más nos gustaba era el del gallo y la gallina faraona que lo sabía de memoria y lo contaba siempre igual aunque a veces le cambiaba algunos detalles y le agregaba animales nuevos la cuestión es que había un gallo y una gallina faraona durmiendo en lo alto de un eucalipto y en medio de la noche los frutos empezaban a caer toc toc Abuelo golpeaba nuestras cabezas toc toc los frutos del árbol golpeaban la cabeza de la gallina que se asustaba y despertaba al gallo y le decía que debían marchar pero por qué porque el mundo se cae a pedazos entonces bajaban del árbol y en el camino de huida otros animales les preguntaban qué hacían y el gallo y la gallina siempre respondían el mundo se cae a pedazos y nosotros disparamos cuestión que al fin de cuentas era una horda importante de animales que buscaban dónde dormir antes del fin del mundo y todos se metían en una casa que encontraban abandonada en el camino porque después de todo era invierno y hacía frío entonces todos los animales se acomodaban en lugares diferentes y el gato en la estufa que todavía estaba calentita la cuestión es que esa misma noche unos ladrones entraban a esa casa buscando refugio y casi le prenden fuego los ojos al gato porque los confundieron con brasas y todos los animales se despertaban y empezaban a hacer ruidos y mi abuelo hacía todos y en el medio seguro estaba el perro el Willy que trabajaba en el campo y probablemente fuera el mejor perro del mundo y al fin de cuentas los ladrones huían despavoridos y al campo lo salvaban los animales.

Y el otro día el otro día el otro día hace bastante y durante un tiempo ya que me pregunto de dónde me viene esta necesidad de narrar de escribir cuentos de inventar historias de dónde de dónde y pensé que tal vez era sólo mío si puede ser y también puede ser que mi abuelo tuviera mucho que ver con eso y de esto me di cuenta el otro día cuando estaba mirando el noticiero y sin querer dije en voz alta el mundo se cae a pedazos y nosotros disparamos.

















Mi

abuelo

Tocho

lunes, 13 de julio de 2009

Gurruchaga

Y vivíamos en un departamento en la calle Gurruchaga ahí vivíamos cuando llegamos a Buenos Aires tenía dos ambientes y éramos cinco la cocina era chiquita en el living estaba la mesa grande larga de algarrobo y alrededor corríamos nosotros siete cinco y cuatro años teníamos y Facundo devolveme mi muñeca y no se la des no se la des Pilar sos una traidora no te quiero más y el de siete se reía corríamos corríamos  alrededor de la mesa y Señora llévese a esos chicos al campo a esas bestias decía el viejo borracho del piso de abajo del bloque de enfrente y yo era chiquita pero miraba por la ventana y veía la botella de vino vacía las pilas de libros el desorden la vejez la decadencia todo en un marco todo en una ventana y yo veía y pensaba que si algún día le veía la cara a esa voz me iba a dar miedo me iba a dar miedo cuando durmiera y los pasillos eran oscuros y tenían botones rojos de luz el ascensor tenía rejas de rombo y yo pensaba que si metía el dedo y lo sacaba rápido después de llamar al ascensor no me lo iba a arrancar Madre me retaba siempre me retaba el baño era chiquito y era uno y en el camino estaba el lavarropas Madre lavaba ropa cuando no la veíamos porque así estaba más tranquila y había dos camas en el living y un colchón en el piso donde dormía Pilar y a veces nos turnábamos era divertido porque parecía un campamento cuando me tocaba a mí me gustaba jugar con las puertas del modular pegado a la pared pegado a la mesa abajo del teléfono que colgaba de la otra pared con el cual Madre se enteró que Abuelo se cayó y se quebró la cadera y Padre una vez probó de marcar nuestro número y el teléfono sonó y él se rió y a mí me dio risa y a veces pensaba que me gustaría que me salieran alas para que cuando Madre me rete me fuera volando por la ventana y no tener que estar ahí escuchando lo que hice mal que me salieran alas para irme volando por esa ventana del living esa ventana que daba al patio interno del edificio era chiquito y creo que estaba partido por una pared y era el patio más feo y ridículo que podía uno haber visto a los cinco años no era como el patio de la casa de Mendoza este tenía las paredes más altas del mundo y en este departamento que digo jugamos gritamos corrimos y tomamos Nesquik de frutilla una tarde porque creímos que nos iba a gustar. 

Y cuánto vivimos en Gurruchaga Madre un año y medio. 




A mi


me pareció



mucho 

menos

tiempo. 














Que 

me salieran 

alas.


lunes, 25 de mayo de 2009

No te mueras

Notemueras, le dijo su hija al costado de la cama, porque tuvo un segundo de aliento y no le alcanzó el tiempo para decir más. En la sala de hospital, Eldo respiraba y no despertaba, y no despertaba, y todos estaban, todos estaban. Dos vacas, dos terneros, tres gallinas, un carnero, dos ovejas, su perro laburante - el Pistola - dos caballos y la hija. 

- Mujer grande, cómo llora - comentó una gallina a la otra. 

- Y bueno Clivelia, cada cual hace lo que puede - la huesuda de plumas viejas hacía equilibrio sobre el abdomen de Eldo, y con el pico le acicalaba la herida, la costura recién hecha de la operación, de entre los hilos que se meten y salen - se meten y salen - de la piel papirosa del pecho del viejo gaucho. 

Los animales braman, balan, mugen, gritan. Su perro sólo lo miraba y le lamía los pies. Y Eldo no despertaba, no despertaba. 

- Notemueras.Yo no entiendo, yo no entiendo.  Cuando era chiquita me dijiste, me enseñaste, que las familias son unidas, que las familias se querían, que todas las familias felices. Y yo no entiendo, yo no entiendo. ¿Qué le digo yo a mis hijos? Notemueras, notemueras. Justo ahora notemueras, está todo tan mal.-

Las vacas estiraban su lengua y le lamían la cara, peinaban sus pocos pelos grises para un lado, le limpiaban los ojos. 

¿De qué habla esta mujer?, quiso saber el equino. Los hermanos se pelean, ¿no es esa la ley primera?, mugió un ternero, pero esa no se la acordaban. 

Y de pronto los animales callaron y don Eldo despertó. Ya todo era oscuridad en esa habitación de hospital. Don Eldo había estado operando a una vaca en sus sueños, para sacarle del vientre un ternero, y todavía se miraba las manos cluecas, duras. 

- Papi, ¿qué hacés?- ella era alegría y sorpresa. 

- Estaba operando una vaca, Tiquita, le hacía cesárea, yo era bueno.-

- Ya lo creo, hace diez años hizo mucho por mi.-

Don Eldo se dio vuelta y sonrió a la lechera. 

- Papá, quedate quieto, estás alterado. -

- ¿Acaso pueden estar todos estos animales aquí? Mirá, esta gallina me está picoteando los puntos del pecho.-

- Pa, ¿de qué hablás? Aquí no hay nadie. Estamos solos.-

- Su hija, don Eldo, estuvo llorando.-

- Si, está como perdida.-

- Dice que usted le mintió cuando chiquita.-

- ¿Es cierto eso don Eldo? ¿Es cierto?-

Los animales braman, los animales gritan. 

- Qué feo. A los chicos no hay que mentirles. Son chicos pero no boludos.- Clivelia ponía cara de ingrata cuando sermoneaba. 

- Shu, shu, ¡fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! ¡Qué saben ustedes! ¡Bestias!- don Eldo se agitaba en su cama, se agitaba. Era grande y robusto, su agilidad había quedado en la sala de operaciones y su cuerpo le pesaba más que de costumbre. 

- Papá calmate, por favor, no pasa nada. Acá estamos solos.-

Don Eldo giró la cabeza con dificultad. Le costaba sacudirse el peso de las miradas de las bestias, bestias, bestias, que gritaban cosas horribles con sus silencios sepulcrales. 

Su hija lo contemplaba con ternura. Había paz en sus ojos, paz, como la calma que sucede al huracán. 

- Hija, ¿qué te sucede?-

- Nada papá, estoy contenta que hayas despertado.-

- Ella dice que usted la estafó, don Eldo, que la familia no es lo que usted le enseñó.-

Y entonces él le hubiera dicho tantas cosas. Que nunca le quiso mentir, no. Que se equivocó, si. Que él no sabía más de la familia de lo que sabía ella. Que solamente le expresó su deseo, y que no lo había podido cumplir. Pero todo eso ella no le hubiera creído. Lo habría tomado por loco, por tonto, o drogado. 

Entonces la miró con los ojos llenos, muy llenos, y habló. 

- No te preocupes, que así vas bien. 

Y ella, en el fondo, supo.

domingo, 24 de mayo de 2009

Papel

Ella espera cartas. Cartas de gente que le dijo que escribió. Y no llegan. Pero, ¿le dio bien la dirección? Si, le dio. Calle, número, código postal de letra-número-número-número-número-letra-letra-letra, localidad, partido, provincia. Todo todo. Con la mano derecha abre la puerta reja, da un paso, gira sobre su propio eje, al tiempo que cierra la puerta, abre la de la casita del correo. Nada. Esperar en un mar de palabras, esperar. 

El correo electrónico no es lo mismo, no. Con ceros y unos te cuento que ayer llovió, que estuvo bueno verte, que los merenguitos empalagan, que nos juntemos a comer pizza todos el domingo. Por carta te digo que te quiero y que te pienso. Y vos podés ver las curvas de las letras, la tinta amontonada en algunas vueltas y en otras no, la rugosidad del papel, las hebras diminutas - ¿las ves?- que no se pisotean siempre igual, no. Con tinta ves el proceso de mis pensamientos, las palabras que me cuesta escribir, los tachones. El papel habla de más.

Ella quiere escribir una carta de amor en su pecho. Usar su dedo en vez de birome, y en vez de tinta, su sangre, así desagota el corazón que se le inunda y no se muere ahogada en sus propias emociones.  

Él le dijo que su piel es como un papel. Que en su torso iba a dibujar constelaciones con sus pecas. Y se doblan y se juntan y hacen cisnes con dos hojas. Papel boligoma papel; y todo pega papel con papel. 

Él le dijo que la quería. Papel carbónico. Ella le dijo que también. 

Piedras

¿Ves como sos? Sos como una piedra, suavecita, que se deja acariciar. Si yo te hago mimo acá,¿ves? ¿Ves como te quedás? Te re gusta que te acaricie. 

¿Y viste como son tus ojos? Son como verde petróleo. Si los mirás a contraluz, tienen como líneas finitas amarillas. Y cuando vos me mirás así, con esa cara, y no me decís nada pero me decís todo, cuando pasa eso, listo, ya está. Yo me hipnotizo por el hueco negro de ese aljibe y me caigo al pozo sin fondo, y me creo que me querés. Te cuento una cosa. Te advierto, mejor. Si llego a tocar el fondo de ese aljibe, porque resulta ser que al final no era un pozo sin fondo, me rompo. Yo también soy como una piedra suavecita, ¿sabés? Si me rompo me vuelvo filosa y áspera. Y si me parto en mil pedazos allá, en el fondo del pozo casi infinito, voy a querer juntar todos mis pedazos de cristales rotos y tragarlos para morir. 

Tu corazón también es como una piedra a veces, ¿sabés? Si, cuando me ignorás sos así un poco. 

Yo colecciono piedras. Son chiquitas y de colores. Son bonitas, por eso las guardo. Me hacen acordar a los lugares que visito. Las guardo en una cajita de cartón corrugado, perfectamente cuadrada, que tiene un pato celeste pintado en una cara. Ahora vos sos la piedra más linda que tengo. 

Pero no me ignores. Hablame. Hablame por favor. Hablame. Te mando un mensaje intermental para que me hables. No te voy a hablar yo primero. Hablame. Hablame. Hablame. 

Hola bonita. 

=) Hola.

viernes, 1 de mayo de 2009

Mononucleosis, no. Mutación, si

¿Sabe qué doctor? Yo no creo que esto sea mononucleosis, no. Yo estoy mutando, doctor. Me estoy convirtiendo en sirena. ¿De qué se ríe? En serio le digo.

¿Si estuve viendo mucha televisión? Si, digamos que un poco. Pero no lo saqué de ahí, ¿eh? Aunque si aprendí muchas cosas. Por ejemplo, que las mujeres pueden tener los huesos frágiles. Y qué bueno que existe Ser Calci Plus, que te aporta la mitad del calcio que precisás, y así Claribel Medina no tiene que engordar. También aprendí que tendría que haber tomado Actimel, que ayuda a reforzar tus defensas naturales. Que mis dientes nos se sienten tan limpios, y es por la placa. Que el ochenta por ciento de las bacterias no están en mis dientes.

Pero no le hablo de eso doctor, no. Yo estoy mutando, ¿no se da cuenta? Para mí que estas pelotas que tengo en la garganta no son ganglios inflamados. Son los pulmones que se me están desplazando. Me van a salir branquias, ¿se da cuenta? Para respirar abajo del agua, porque me estoy convirtiendo en sirena. Estoy terriblemente agotada, aún cuando estoy tirada en la cama. Ir a la computadora y chequear mis mails se me vuelve un mundo. ¡Queda todo tan lejos en mi casa! ¿Sabe porqué es eso? Porque el aire me pesa. Necesito estar en el agua. Ese es mi ambiente natural. Mire mis dedos, ¿ve? Pronto me van a salir uniones. Y me duelen las encías. Es porque mi dentadura se está achicando. El otro día a la noche tenía un poco de hambre, pero poquito. Y el pastel de carne que había para comer no me provocaba ni un poco. Terminé comiendo dos palmitos, pero cortado bien chiquito. Eso lo puedo comer porque es blando, ¿entiende? Y yo creo que eso tiene que ver con mi mutación también. Si, porque las sirenas comen algas y mojarritas, nada de difícil digestión. Y otra cosa, ¿usted me escucha cuando hablo, doctor? ¿Ah, si? Bueno, entonces la voz debe ser lo último que cambia.

Entonces, digo, ¿para qué hacerme los análisis de sangre? Cuando me salga mercurio, doctor, todos se van a dar cuenta de lo que está pasando. Y me van a querer encerrar, ¿ve? Para hacer experimentos y poner a prueba mi mutación. ¿Es eso lo que usted quiere, doctor? ¿Eh? ¿Me quiere encerrar para hacerse rico con mi condición? Si, si, yo me voy a calmar. No, no, no, esto no tiene nada que ver con los 40° de fiebre que usted dice que tengo, no.

Si, bueno, yo me hago esos análisis de sangre de morondonga. Y cuando me salga mercurio en vez de glóbulos rojos hablamos, ¿de acuerdo? Va a ver que tengo razón.


* ilustración de Antis Dibuja

martes, 21 de abril de 2009

¿Dale que vos eras la decoradora y yo la dueña de casa?

- Hola señora, ¿cómo le va? – preguntó Martina.

- Bien, bien, ¿y usted cómo anda?- le contestó Amalia.

- Muy bien, ¿qué tal ese bebé? ¿Cómo se porta?-

- Ay, es un santo. No me llora nada.-

- No, pará, Mali, pido. Es re aburrido jugar a la señora. Ya no sé qué preguntarte. Vos re viva, porque tenés el bebote y podés hacer un montón de cosas. Yo no tengo nada, así cualquiera.

- Bueno, Martina, ¡¿qué querés?! No lo puedo dejar solo, pobrecito, ¿no ves que llora? Juguemos a otra cosa, pero yo lo tengo que tener. ¡Ah! Ya sé, juguemos a la mamá.

- Ay, no, eso es re aburrido. Siempre tengo que hacer yo de bebé y no puedo hablar nada.

- Ay, ¿ves Martina que al final no te gusta nada de lo que te digo? Es re aburrido jugar con vos. Bueno, Pedro, bueno, no llores.

- Amalia, dejá de zarandearlo, ¡es un muñeco! Y callate un rato, que estoy tratando de pensar.

- ...

- ¡Ah! ¡Ya sé! Vamos a hacerle un regalo a mamá. Vamos a decorar el jardín.

- ¡Uy, si, qué bueno! ¿Y qué podemos hacer?

- No sé, pero mirá esa pared del fondo, ¿no? Esa grande. Es muy blanca, ¿no te parece? Tendríamos que levantarla con algo, darle un poco de color.

- ¿Traigo las fibras?

- Ay, no Amalia, tiene que ser algo artesanal. ¿No te acordás como se enojó mamá el otro día cuando dibujamos la pared de la pieza? Nos puso en penitencia y todo. Tenemos que hacer algo que no parezca que lo hicimos nosotras, ¿entendés? Algo que pueda ser que lo hizo un grande. Podemos hacerle pintitas rojas, es re sobrio.

- Bueno, pero no entiendo mucho, ¿qué quiere decir artesanal? ¿Y qué es sobrio?

- No sé, después te explico. Ahora tenemos que trabajar.

- Bueno, podemos usar esas flores del borde, que tienen muchos pétalos rojos. Los apretamos contra la pared y quedan todas las pintitas rojas. Yo sé porque el otro día me guardé una flor en el cuaderno y cuando lo abrí estaba todo manchado de rojo. Un pétalo nos debe alcanzar para varias pintitas. Y con la cantidad que hay seguro llegamos a pintar toda la pared.

- Bueno, dale, vos empezá por esa punta y yo por esta.

 

---

 

- Listo, a mamá le va a encantar.

- Vamos a esperar que llegue.

 

---

 

- ¿Qué hacen las dos ahí sentaditas? ¿Qué se habrán mandado ahora? ¿Qué...? ¡Qué! ¡¡Qué hicieron!! ¡¿Qué le hicieron a la pared?! ¿Pintaron la pared con las fibras? Bueno, de última eso sale con agua, pero igual... Pero, ¿y mis geranios? ¿A ver esas manos? ¿Usaron los geranios para pintar la pared? ¡¿Pero a quién se le ocurre?! ¡Encima tenemos que entregar la casa en cinco días! Ahora, agarran un trapo húmedo las dos y lo limpian. Y después les digo cuál es su penitencia.

- ¡Fue idea de Martina mamá!

- ¡Callate Amalia, vos también querías!

- ¡Ah, lo único que falta ahora, que se peleen! Van y lo limpian. Las dos.

- (Uf, qué desagradecida. Encima que trabajamos toda la tarde... )

- ...

- Martina, ¡no llores!



 En el fondo, la dichosa pared; que de tan dichosa tan dichosa era la envidia de todas las paredes de todas las casas del mundo. 
(Esto es muy cierto)

lunes, 20 de abril de 2009

- ¿Sabés qué? No. Mejor no. – dijo ella.

Y piensa:
Mejor no me termino enganchando con vos. No. Mejor no sigo pensando en vos toda la semana hasta que te veo. No. Y así evito que tu boca se convierta en el aire que necesito para respirar, que tu perfume sea como esas líneas de merca, que tu piel sea mi mejor abrigo. No.

- ¿No qué? ¿No querés ir al cine? – le dijo él.

No te entiendo flaca. Pensé que querías ir al cine.


- No. Mejor no. –

¿No te das cuenta que si yo ahora me meto con vos me vuelvo dependiente? Que espero que te conectes. Que voy a necesitar que me hables. Que me preguntes cómo estoy. Que me digas que estoy linda. Que me invites al cine. Que me mandes un mensaje. Que me des un beso por semana, mínimo. No quiero. No. Bueno, en verdad si quiero, pero no. Me da miedo. Es mucho para vos, es mucho para cualquier persona. Por ejemplo, ahora, ¿qué estás pensando?


- ¿Qué estás pensando? –

Él la mira, aprieta los ojos.
- No sé, nada, pensé que querías ir al cine.-

- ¿Eso sólo estás pensando?-

No te entiendo flaca. – ¿Y qué más voy a pensar? Recién me dijiste que no querías ir al cine, y me puse a pensar cuando la semana pasada me dijiste que querías... y ahora se te fueron las ganas parece. –

- No, no es eso. No quise decir que no quiero ir al cine. –
Te quise decir que si seguimos saliendo me vas a gustar. Mucho. Y va a estar re copado. Y después te vas a aburrir y me vas a dejar. Y me vas a romper el corazón. Pero ya está, no importa. ¿Sabés qué? Tomá. Abrí la mano. Poné las dos manos, así no se te cae, porque te va a dar impresión la sangre que todavía bombea. Acá está, tomá mi corazón. Hacé con él lo que quieras.

- No te entiendo flaca, ¿qué hacemos?-

- No sé, ¿vamos al cine? –

- Bueno, dale.-



En otro rincón
del la blogosfera,
dibujó
una historieta similar.

martes, 31 de marzo de 2009

Lo que sé

A veces pienso qué poco control tenemos los mortales sobre el tiempo que intentamos dominar. O cómo intentamos entender su comportamiento, aplicando categorías tan absurdas como las horas, los minutos y los segundos.
Por supuesto, de algo tienen que estar rellenos los días, las semanas, los meses. Las estaciones del año, las décadas, los siglos. Pero, ¿se han puesto a pensar lo ridícula que es una hora? Si uno se está divirtiendo y la pasa bien, la hora (o las horas) pasan rapidísimo. Mientras que si uno destila cantidades exorbitantes de aburrimiento, esa hora se vuelve como un traje de plomo macizo con el que tenemos que caminar diez cuadras bajo el fulminante rayo del sol. ¿Qué sentido tiene, entonces, inventar algo tan ridículo como una hora?
Seguido a esto, con frecuencia pienso si las categorías del tiempo son un invento o un descubrimiento. Una vez leí en un cuento que una chica decía que el tiempo es sólo una categoría mental. Que en sí mismo no existe. Esta idea me turbó. ¿Qué clase de agitadora se cree esa escritora que es, cuestionar de esa manera lago tan establecido y convenido como el tiempo? Luego, hablé con Padre – estudioso de la Tierra – y le planteé la cuestión. Después de pensar unos minutos, contestó: “No, María, evidentemente el tiempo en sí mismo existe. Si no, las plantas no morirían, y tampoco las personas. Eso da cuenta del paso del tiempo. Lo mismo sucede con la evolución de las especies y con las eras geológicas: ninguno de estos procesos existiría si no se diera un período de tiempo considerable”.
Bien, entonces el tiempo existe. El problema es la ridiculez de su administración. Y esto parece apreciarse también en la diferencia entre la vida de campo y la vida de ciudad. En el campo los tiempos son siempre iguales, las cosechas siempre tardarán tres meses en dar ganancias (o al menos en equilibrar costos), vacunar animales lleva siempre una mañana entera y sembrar un cuadro puede llevar dos o tres tardes. Categorías como las horas pueden llegar a tener sentido en el campo.
Pero el tiempo es el gran tirano en la gran ciudad. Allí maneja a todos a su antojo, se apura cuando menos uno se lo espera, y de pronto se acaba antes de que la gran mayoría llegue a hacer las cosas que se planteó para ese día. Somos siempre esclavos del tiempo en la gran ciudad. Por ejemplo, me levanto a las ocho para escribir cuatro textos que ya existen en mi cabeza. En verdad debo escribir dos de cero y arreglar otros dos. ¿Porqué me levanto tan temprano? Pues mi tarea se verá interrumpida varias veces.
“Dice papá que lo llames”. Bien, lo hago. Me pide algo del mail, de paso chequeo mails. Tengo quince en una casilla. Tengo tres diferentes, y empiezo a buscar el mail por las dos en las cuales no está. Lo encuentro y se lo envío. Chequeo Facebook. Todo el asunto me lleva una hora. Madre me pide que ordene la cocina, donde ya desayunaron cuatro y donde se cocinó el almuerzo del hijo que se va a trabajar. Eso más mi desayuno, otros cuarenta y cinco minutos. Arreglo un texto y escucho las campanadas. Me alegra saber que recién son las diez. Paso el texto a la computadora. Tocan el timbre, la modista. Que si, que no, que después. Chau. Madre le contó a mi madrina de mi viaje y está llamando por Skype. Si, re lindo, re contenta, nunca me fui tanto tiempo. Buenísimo. Te mando besos; son las once. Tocan el timbre, el sodero. Seis sifones y un bidón, 18 pesos. Gracias chau. La chica que plancha terminó. ¿Madre? No, al teléfono. ¿Cuánto te debo? 92 pesos. Buenísimo. Viene Madre, habla con ella. Le abro, chau. Busco para padre otra cosa que quería, son las doce. Hora de ponerse a escribir de cero. Y así podría haber millones de testimonios de millones de sometidos.
Es sorprendente cómo el tiempo está tan ligado a la electricidad. En la ciudad, constantemente recibimos mensajes de todo tipo: el celular, el correo electrónico, el chat, el teléfono por Internet, la televisión. ¿Han notado cómo cuando se corta la luz parece que el tiempo se detuviera? La gente tiene charlas lindísimas y se cuentan historias súper entretenidas.
En mi experiencia de búsqueda del tiempo robado, yo diría que para convivir con el tirano y mantener la dignidad a pesar de la batalla perdida, son necesarias una serie de cosas. En primer término, conocer el tiempo que llevan las cosas, tarea no menor. Preparar el examen final de Política Internacional me va a llevar tres semanas. Eso es así. Ir de la estación Moreno de la línea C a la estación Tronador de la línea B lleva media hora. Eso también es así. Luego, es preciso estar armado cual guerrero ante los imprevistos, las mejores armas que tiene el tiempo. Enfrentarnos sin perder de vista cuál es el objetivo final. Y así, a menudo uno se da el gusto de concretar las cosas que se plantea en el día.
El ritmo de la ciudad tiene sus encantos y sus demonios, y se nos meten en el cerebro frases que obsesionan a la gente con el tirano. “No pierdas tiempo con eso”, etc. ¿Cuánto tiempo perdiste leyendo esto? A mi, en cambio, me gustaría saber si ganaste.

Madre me habló de su abuela

Por la tarde, Madre sigue el ritual de la merienda con devoción. 
Cuando vuelve del colegio, a eso de las cinco, pone el mantel para que cubra toda la mesa, pone platos de postre, tazas con sus platitos, mermeladas de todo tipo: de tomate y durazno y de higos, que mandó mi abuela del campo; otra de ciruela que hizo ella misma; y otra artesanal de frutillas que compró en el supermercado. También coloca en el centro la caja de te, que tiene seis compartimientos, y la botella de leche al lado de la azucarera plateada. El queso crema, las cucharitas, los cuchillos. Y las tostadas que acaban de saltar en al tostadora. Las servilletas marrones que hacen juego con el mantel color mostaza. Todo pone. Y hablamos

Cuando yo era chica vivía con la abuela vasca en la casa de Quemú. Durante todo el colegio primario viví con ella, y todos los fines de semana me volvía al campo con mamá y papá. 
Yo ahora de grande pienso que la abuela me enseñó a ser independiente. Fijate que ella no se levantaba con el tío y conmigo a la mañana temprano, para ir al colegio. Ella se despertaba y se quedaba en la cama, y de ahí me hablaba. "No te quedes dormida", me decía desde el otro cuarto. Yo me levantaba sola y hacía la leche para mí y para el tío. "Fijate que no se 
te rebalse la leche que se va a manchar la cocina", decía desde la pieza. Hacíamos todo solos, nos vestíamos y desayunábamos, y después nos parábamos los dos al lado de su cama. Ella nos miraba de arriba a abajo para ver si nos faltaba algo. Y después nos íbamos con el tío caminando hasta la escuela. 
Yo ahora de grande pienso que ni loca los dejaba a ustedes solos. Siempre me levanté a hacerles la leche. Pero la abuela vasca era así. Ella era muy estricta, pero todos la queríamos muchísimo. Mi primo Hugo, que me lleva doce años y fue el primero en irse a vivir con ella, es adoración que tenía por la abuela. 
Cuando yo volvía del colegio, a la tarde, llegaba con un hambre terrible. Y la abuela siempre tenía preparado -nunca me voy a olvidar- la mesa de la merienda. ¡De todo había! A veces hacía alfajorcitos de maicena y ponía la pila en la mesa. O comía pan con manteca y mermelada o dulce de leche. A veces también compraba facturas y las cortaba en dos antes de ponerlas en la mesa. Todo eso estaba listo cuando yo llegaba de la escuela. 
También me enseñaba a cocinar. Pero no te creas que me dejaba hacer mucho, no. Porque ella era muy prolija para cocinar, muy ordenada, y no me dejaba meter mano. Yo me paraba al lado y miraba cuando ella hacía alfajorcitos. Después me dejaba ponerles dulce de leche. 
A la noche había horarios que siempre se respetaban. No teníamos televisión, así que de ocho a nueve la abuela escuchaba el radioteatro de los Pérez García. Después cenábamos y a las nueve y media nos teníamos que acostar. Y dos o tres veces por semana, después de esa hora, venía la vecina de al lado a jugar al chinchón con la abuela. 
Y si, yo estaba lejos de mi mamá, pero no era algo que me amargara. A mi me encantaba vivir con la abuela. Después, cuando terminé la primaria, me fui a Santa Rosa, de pupila al colegio de monjas. 


Mi abuela (mamá de Madre) con sus padres, los abuelos vascos.
Tibidabo (Barcelona) - 24 de septiembre de 1953

miércoles, 18 de marzo de 2009

Alimentar a las ingratas I

A esa hora de la mañana el pasto está recién levantado. La humedad de la noche anterior todavía no decanta, y las gotas de agua minúsculas flotan en el aire imperceptibles a vista simple. Pisar el pasto cuando éste recién se despierte puede ser de lo más suave que se haga en el día: todo puede ser tan gentil a esas horas de la mañana. La caminata al gallinero es un breve instante de gentileza, como acariciar con los pies una alfombra de seda antes de subirse descalzo a una cama de clavos hirvientes. Las gallinas no son gentiles, ni por la mañana, ni por la tarde, y menos aún de noche. Probablemente hacía ya dos horas que estaban despiertas, hacinadas en la lúgubre habitación de una sola ventana. Hay que alimentar a las ingratas de todas formas. Antes de abrirles la puerta, se colocan granos de maíz molidos en tres tachos distintos, que esperan aterrorizados los picotazos de las plumíferas. Una vez abierta la puerta, las gallinas se abalanzan como octogenarias mujeres cluecas ante ofertas nuevas en el supermercado. Comen y comen desesperadamente y se empujan unas a otras para hacerse lugar. Algunas van apuradas a empollar, otras recorren el gallinero como si fuera su ducado.

Mientras tanto nosotras – las humanas portadoras del alimento sagrado – nos alejamos de ese lugar. Al fin de cuentas esas tierras están siempre removidas y siempre frías, y allí todo huele a plumas viejas. 

Alimentar a las ingratas II


Al mediodía hay que volver a alimentar a las gallinas. Esta vez el manjar es una hedionda bolsa de residuos orgánicos: cáscaras de huevo, yerba mate usada, cáscaras de naranja, pulpa de fruta, pedazos de fruta podrida, restos varios de otros platos más elaborados. La legión encomendada a esa tarea consta de tres personas: un niño de once años, una niña de ocho años y otra de veintidós que está ansiosa por experimentar hasta los huesos la vida de campo en su mayor crudeza. Los tres nos armamos de valor, bolsa en mano, y entramos al gallinero. Sus habitantes están sueltas por doquier, y saben que si alguien se acerca es para alimentarlas. Están al acecho. Al entrar, las plumíferas siguen al trío con ojos hambrientos. Al divisar la bolsa, el caos se hace carne y el gallinero se vuelve una batalla campal: de un lado las gallinas, arrinconadas por la amenazante escoba que apunta contra ellas el caballero de once años, del otro lado la legión. La niña de ocho años pega grititos estridentes con cada gallina que pasa la línea de fuego y alcanza la bolsa que cuelga de su mano. En medio de la confusión, esquivando picotazos, tomo la bolsa y la vacío en un tarro. Las gallinas se abalanzan sobre el viejo tarro de helado a comer los hediondos restos de comida, la basura orgánica, con la pasión que un indigente le pondría a un banquete de primer nivel. La legión se aleja ya, con olor a proceso de putrefacción, y con la mirada de las ingratas a sus espaldas.


*Foto gentileza de Juan Manual Ruiz Benavides

domingo, 1 de marzo de 2009

Matemática para el amor

Thank you disillusionment, thank you frailty,
thank you consequence
thank you, thank you silence
Alanis Morissette

Amalia ya sabía que ciertos días le recordaban a Juan. Sabía cuáles eran a la perfección, y los tenía clasificados. 
Estaban aquellos días, por ejemplo, en que escuchar una canción de Alanis Morissette le ataba un nudo en la garganta, porque recordaba la seguridad que sentía en aquella relación amorosa. O los días en que la lluvia golpeaba las chapas del techo y ella intentaba dormir atravesada para tapar el enorme agujero de la cama para dos. Luego estaban los días "celular muerto". Son pocas las ocasiones en que uno repara en lo inútil del celular: por lo general, cuando nadie llama ni se contacta. Entonces recordaba que Juan siempre hizo del celular un invento maravilloso, de esos que sirven para que uno se sienta genial. 
En total, no eran muchos días, sólo tres tipos de días diferentes: los días de Alanis, los días de lluvia a la hora de la siesta y los días del celular idiota. Tres no es mucho. 
En cambio, si son muchos los días que llevaban de haber cortado: 4 meses. No, 120 días suena mucho mejor. Ciento veinte días es un montón de tiempo, son como 2.880 horas... y ni hablar de los minutos. 
Así que, ¿qué son tres días cada tanto comparado con todo ese tiempo? Nada, en lo absoluto. ¿O en lo relativo? Bueno, no sabe, no se acuerda tanto de matemática. 
Además, siempre que terminaba de repasar el catálogo de días recordaba que, aún estando de novia con Juan, un día los mensajitos empezaron a escasear. Entonces, Amalia investigó y se dio cuenta que Juan se estaba curtiendo a la trola de su vecina, una flor de perra que se teñía el pelo de rubio 2 veces al mes, que son como 24 veces al año... demasiado para una chica auténtica, como siempre dijo ser. Además, usaba la mini cortita cortita, que obvio le quedaba re bien, porque iba al gimnasio 16 veces por mes, que son como 192 veces al año. En total, Amalia decía que esa piba era 216 veces más puta que ella. 
Y bueno, como ella siempre decía entre sus amigas, "si a otra te curtiste, alpiste, perdiste", lo fletó no más. No importaba cuántas veces pidió perdón Juan (que habrán sido unas 124, teniendo en cuenta que durante un mes de 31 días la llamó 4 veces por jornada). No lo iba a perdonar, de eso estaba segura, tan segura como de que las canciones de Alejandro Lerner le daban náuseas. Hasta luego, si te he visto, no me acuerdo. 
Bueno, si se acordaba Amalia. Se acordaba tres tipos distintos de días al mes, que podían repetirse en distintas combinaciones a lo largo de treinta o treinta y un días. Pero si no contamos eso, son sólo 3 días al mes. ¿Qué son 3 días, al fin de cuentas? Nada, el 10% de un mes, el 0,8% de un año. Así hechas las cuentas, era obvio que lo iba a olvidar 100% en poco tiempo. Porque el orden de los factores no altera el producto, ¿no?

viernes, 20 de febrero de 2009

Los histéricos

Él y ella se gustan, pero no se lo dicen. Lo saben, está ahí cada vez que se ven, pero no se lo dicen. Si se miran es porque se quieren besar; si se besan es porque se quieren amar; amarse no se aman, porque ser, no son nada: solamente dos seres que se gustan, se miran y se besan. ¿Decírselo? Jamás. Si uno dice "Te quiero", el otro responde "Momento, ya no entiendo este juego". Están bien cuando se pelean, están mal cuando tienen ganas de estar mejor. Que si, que no, que caiga un chaparrón. Van y vienen como siempre, en el mar de la indecisión; donde todo es posible porque nada se concreta, donde siempre hay hambre ante la no-satisfacción. 

martes, 3 de febrero de 2009

historias congeladas



Es curioso el tema de las fotos. Capturan momentos, congelan realidades... cuentan historias. 

Encontrar dos fotos en un cajón, dos fotos con décadas de distancia entre una obturación y otra, y sin embargo tan parecidas... viene a ser como descubrir dos tramas atravesadas por la misma historia. 

Siempre tuve la intuición de que me parecía a mi abuela. Y en el camino, curiosamente, voy descubriendo en qué. 


"Always the years between us, always the years. 
Always the love. 
Always, the hours"

(Virginia Woolf, The Hours)

lunes, 2 de febrero de 2009

Viernes

Era una hora de la tarde, pero el cielo ya estaba oscuro y la gente volvía a casa. A aquel automóvil colectivo subían personas cuyos rostros estaban marcados por curvas donde reposaba el cansancio. Las ropas, cansadas, languidecían desde los hombros en la pesada tarde de septiembre. De tanto en tanto, en alguna parada, además del olor a verano precoz, había aroma a desodorante masculino, de esos sensuales perfumes que hacen voltear a una mujer para ver si quien lo lleva goza del mismo atributo. 
Una vez lograda la difícil tarea de ignorar la dura luz blanca del colectivo, que todo pone en evidencia, se podía apreciar algo casi feliz. Las calles de Buenos Aires están iluminadas por luces aisladas, amarillas, anaranjadas, tenues y tímidas ante la gran oscuridad. Solitarias y en compañía de las demás soledades. 
Y ahí, en ese momento de contemplación, la sonrisa se dibuja en la cara del vidente: ha descubierto que en verdad no viaja solo, sino con todos los demás habitantes del colectivo, que comparten su regocijo; porque es viernes, la batalla ha concluido y uno vuelve a su casa a hacer lo que se le de la gana. 

domingo, 1 de febrero de 2009

El amor enloqueció a Amanda

"Querido Rigoberto:
He decidido, en pleno siglo XXI, escribirte una carta. Que te llegue el mensaje sería una paradoja, y voy a explicarte por qué. 
Aquí estoy sentada a la mesa con mi sesuda familia, zambullidos todos en conversaciones alucinantes, en las que amaría participar. Pero no puedo. Porque, la verdad, qué querés que te diga, en este momento me importa un carajo si el presidente de Norteamérica es católico o protestante, si habló del tamaño del Estado o si tropezó con su entusiasmo al jurar. 
No puedo pensar friamente en eso porque lo único que puedo procesar es que vos no me hablaste en todo el día. Y yo me conecté, te mandé mensaje... hice todo lo que debía; y por lo que antes vos solo me hablabas primero. Con todas las vías de contacto, todos los puentes entre mundos privados, todas las conexiones posibles entre seres humanos... ningún canal lleva tu mensaje. 
Me ignorás. Tu ignorancia me pesa y no me salen las lágrimas. Entonces lloro para adentro. ¿Sabés cómo me doy cuenta? Porque el rostro me pesa del lado de adentro y por mis arterias circula trabajosamente un plomo líquido, que es la mezcla de tu promesa y mi esperanza. Esperanza es una palabra curiosa. Algunos dirían que es un sentimiento optimista, pero yo creo que no: es otro sustantivo de esperar. Y la espera puede ser desesperante a veces. 
La paradoja de que te llegue esta carta, que pienso mandarte con paloma mensajera, es que siento tal necesidad de comunicarme en general - y de hablarte en particular - que probablemente lo logre; aún a pesar de usar un método de comunicación tan inseguro. 
Y que te llegue el mensaje completo: si me seguís ignorando, voy a ir hasta tu casa y te voy a morder el cuello hasta que te salga toda la sangre a borbotones; y así me pueda meter abajo de tu piel. Aunque tenga que ser literalmente."