miércoles, 18 de marzo de 2009

Alimentar a las ingratas I

A esa hora de la mañana el pasto está recién levantado. La humedad de la noche anterior todavía no decanta, y las gotas de agua minúsculas flotan en el aire imperceptibles a vista simple. Pisar el pasto cuando éste recién se despierte puede ser de lo más suave que se haga en el día: todo puede ser tan gentil a esas horas de la mañana. La caminata al gallinero es un breve instante de gentileza, como acariciar con los pies una alfombra de seda antes de subirse descalzo a una cama de clavos hirvientes. Las gallinas no son gentiles, ni por la mañana, ni por la tarde, y menos aún de noche. Probablemente hacía ya dos horas que estaban despiertas, hacinadas en la lúgubre habitación de una sola ventana. Hay que alimentar a las ingratas de todas formas. Antes de abrirles la puerta, se colocan granos de maíz molidos en tres tachos distintos, que esperan aterrorizados los picotazos de las plumíferas. Una vez abierta la puerta, las gallinas se abalanzan como octogenarias mujeres cluecas ante ofertas nuevas en el supermercado. Comen y comen desesperadamente y se empujan unas a otras para hacerse lugar. Algunas van apuradas a empollar, otras recorren el gallinero como si fuera su ducado.

Mientras tanto nosotras – las humanas portadoras del alimento sagrado – nos alejamos de ese lugar. Al fin de cuentas esas tierras están siempre removidas y siempre frías, y allí todo huele a plumas viejas. 

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