viernes, 5 de agosto de 2011

Media carta

El día del agua nieve salí de la oficina con prisa: no tenía mis botas de goma ni el impermeable. Por suerte a esa hora todo había pasado. Encontré las baldosas mojadas, el cielo todavía muy gris, y una ciudad que arde en el frío por volver al hogar. En el semáforo de Macacha Güemes y avenida Huergo los camiones pasaban al filo del cordón, a gran velocidad, soplando nuevos vientos sobre los peatones. Miré el hombrecito: seguía en rojo. Bajé la vista para comprobar el estado de mis zapatos. Eran nuevos, estas cosas me pasaban siempre. En eso estaba cuando un papel se estrelló contra mi pierna. Era una hoja manuscrita, y estaba cortada por la mitad.
Porque al final del día, al final de una frase, de un reclamo, en el último aliento, sigue colgada la misma sensación. Que nos estamos muriendo, querido, por falta de calentura. Me refiero a esto de no tener el calor en el organismo para moverse del cuadrado que ocupa uno hasta el cuerpo del otro, no correrse del sí mismo, quedarse en la individualidad. No preguntar cómo te fue en el día, no me importa cómo te sentís ahora, todo lo que vaya más allá de mi cuerpo queda lejos. Las zanjas se abren, se separan las personas, paradas cada una al borde de un precipicio diferente, porque la tierra ruje desde muy adentro un grito sordo, el piso ya no se puede quedar inmóvil mucho tiempo más, y nosotros, juntos. Es la distancia que se alarga, la eterna sensación del tiempo que se detiene, del frío que perfora los huesos, porque ningún calor alcanza, el baño queda muy lejos de la cama y ya no nos calienta ni el calefactor de morondanga, aunque vino el gasiste ayer. Anoche después de bañarme me quedé sentada en el inodoro llorando un rato, la cara caliente por el vapor y la vida misma. Después salí y durante la cena ensayaste algo, como hablar, yo te dije que no me salía, y vos hiciste un gesto con el hombro como que no te importaba. Vimos la peli de Liam Neeson y no pudimos siquiera reirnos como se debe de un perfecto cliché. Querido, a nosotros no nos rompe el amor de terceros que nunca existieron, o el mensajito inexplicable y urgente a la una de la mañana mientras yo dormía, ni siquiera bailar con extraños a mares de distancia. Nos está partiendo el no hacer, no decir, no moverse, hasta que el silencio sea tan gula que nos termine por devorar de un bocado a lo dos, no olvides agarrar la sal, mi amor, yo tomaré un litro de aceite de oliva y nos vemos en el  infierno.
La bocina de un camión me recordó que estaba parada en una esquina. El hombrecito volvía a ponerse rojo y yo me quedé sola, esperando el próximo turno. Me guardé la carta, como si me la hubieran escrito a mi, jamás sabría como empezaba, para quien era, pero me había angustiado tanto que la sentí propia. Tal vez en efecto era mía, me dio bronca leerla y probé romperla en mil pedazos pero se la llevó el viento. ¿Era yo? ¿Era yo-hombre? ¿Cómo me llamaría? Seguramente Juan. Odio a Juan por todo lo que le hizo a esta chica, maldito sea yo, que no entiendo: las mujeres lloran en silencio la mayoría de las veces, sin decir nada. Los vacíos están cargados para el sexo opuesto. Yo, Juan, debía saberlo. Yo Juan --
Casi me pierdo la realidad otra vez, pero una señora detrás mío me pisó el talón, yo recordé quién era en verdad y dónde estaba y crucé la calle. No quería retrasarme, estaba con mucho dolor y necesitaba pasar por una farmacia. A la noche vería una peli con mi novio de un tipo que se pierde en Berlín. Mi hermana le había contado que estaba re buena, y él sólo la quería ver porque la hicieron en nuestra ciudad.