martes, 31 de marzo de 2009
Lo que sé
Por supuesto, de algo tienen que estar rellenos los días, las semanas, los meses. Las estaciones del año, las décadas, los siglos. Pero, ¿se han puesto a pensar lo ridícula que es una hora? Si uno se está divirtiendo y la pasa bien, la hora (o las horas) pasan rapidísimo. Mientras que si uno destila cantidades exorbitantes de aburrimiento, esa hora se vuelve como un traje de plomo macizo con el que tenemos que caminar diez cuadras bajo el fulminante rayo del sol. ¿Qué sentido tiene, entonces, inventar algo tan ridículo como una hora?
Seguido a esto, con frecuencia pienso si las categorías del tiempo son un invento o un descubrimiento. Una vez leí en un cuento que una chica decía que el tiempo es sólo una categoría mental. Que en sí mismo no existe. Esta idea me turbó. ¿Qué clase de agitadora se cree esa escritora que es, cuestionar de esa manera lago tan establecido y convenido como el tiempo? Luego, hablé con Padre – estudioso de la Tierra – y le planteé la cuestión. Después de pensar unos minutos, contestó: “No, María, evidentemente el tiempo en sí mismo existe. Si no, las plantas no morirían, y tampoco las personas. Eso da cuenta del paso del tiempo. Lo mismo sucede con la evolución de las especies y con las eras geológicas: ninguno de estos procesos existiría si no se diera un período de tiempo considerable”.
Bien, entonces el tiempo existe. El problema es la ridiculez de su administración. Y esto parece apreciarse también en la diferencia entre la vida de campo y la vida de ciudad. En el campo los tiempos son siempre iguales, las cosechas siempre tardarán tres meses en dar ganancias (o al menos en equilibrar costos), vacunar animales lleva siempre una mañana entera y sembrar un cuadro puede llevar dos o tres tardes. Categorías como las horas pueden llegar a tener sentido en el campo.
Pero el tiempo es el gran tirano en la gran ciudad. Allí maneja a todos a su antojo, se apura cuando menos uno se lo espera, y de pronto se acaba antes de que la gran mayoría llegue a hacer las cosas que se planteó para ese día. Somos siempre esclavos del tiempo en la gran ciudad. Por ejemplo, me levanto a las ocho para escribir cuatro textos que ya existen en mi cabeza. En verdad debo escribir dos de cero y arreglar otros dos. ¿Porqué me levanto tan temprano? Pues mi tarea se verá interrumpida varias veces.
“Dice papá que lo llames”. Bien, lo hago. Me pide algo del mail, de paso chequeo mails. Tengo quince en una casilla. Tengo tres diferentes, y empiezo a buscar el mail por las dos en las cuales no está. Lo encuentro y se lo envío. Chequeo Facebook. Todo el asunto me lleva una hora. Madre me pide que ordene la cocina, donde ya desayunaron cuatro y donde se cocinó el almuerzo del hijo que se va a trabajar. Eso más mi desayuno, otros cuarenta y cinco minutos. Arreglo un texto y escucho las campanadas. Me alegra saber que recién son las diez. Paso el texto a la computadora. Tocan el timbre, la modista. Que si, que no, que después. Chau. Madre le contó a mi madrina de mi viaje y está llamando por Skype. Si, re lindo, re contenta, nunca me fui tanto tiempo. Buenísimo. Te mando besos; son las once. Tocan el timbre, el sodero. Seis sifones y un bidón, 18 pesos. Gracias chau. La chica que plancha terminó. ¿Madre? No, al teléfono. ¿Cuánto te debo? 92 pesos. Buenísimo. Viene Madre, habla con ella. Le abro, chau. Busco para padre otra cosa que quería, son las doce. Hora de ponerse a escribir de cero. Y así podría haber millones de testimonios de millones de sometidos.
Es sorprendente cómo el tiempo está tan ligado a la electricidad. En la ciudad, constantemente recibimos mensajes de todo tipo: el celular, el correo electrónico, el chat, el teléfono por Internet, la televisión. ¿Han notado cómo cuando se corta la luz parece que el tiempo se detuviera? La gente tiene charlas lindísimas y se cuentan historias súper entretenidas.
En mi experiencia de búsqueda del tiempo robado, yo diría que para convivir con el tirano y mantener la dignidad a pesar de la batalla perdida, son necesarias una serie de cosas. En primer término, conocer el tiempo que llevan las cosas, tarea no menor. Preparar el examen final de Política Internacional me va a llevar tres semanas. Eso es así. Ir de la estación Moreno de la línea C a la estación Tronador de la línea B lleva media hora. Eso también es así. Luego, es preciso estar armado cual guerrero ante los imprevistos, las mejores armas que tiene el tiempo. Enfrentarnos sin perder de vista cuál es el objetivo final. Y así, a menudo uno se da el gusto de concretar las cosas que se plantea en el día.
El ritmo de la ciudad tiene sus encantos y sus demonios, y se nos meten en el cerebro frases que obsesionan a la gente con el tirano. “No pierdas tiempo con eso”, etc. ¿Cuánto tiempo perdiste leyendo esto? A mi, en cambio, me gustaría saber si ganaste.
Madre me habló de su abuela

miércoles, 18 de marzo de 2009
Alimentar a las ingratas I
A esa hora de la mañana el pasto está recién levantado. La humedad de la noche anterior todavía no decanta, y las gotas de agua minúsculas flotan en el aire imperceptibles a vista simple. Pisar el pasto cuando éste recién se despierte puede ser de lo más suave que se haga en el día: todo puede ser tan gentil a esas horas de la mañana. La caminata al gallinero es un breve instante de gentileza, como acariciar con los pies una alfombra de seda antes de subirse descalzo a una cama de clavos hirvientes. Las gallinas no son gentiles, ni por la mañana, ni por la tarde, y menos aún de noche. Probablemente hacía ya dos horas que estaban despiertas, hacinadas en la lúgubre habitación de una sola ventana. Hay que alimentar a las ingratas de todas formas. Antes de abrirles la puerta, se colocan granos de maíz molidos en tres tachos distintos, que esperan aterrorizados los picotazos de las plumíferas. Una vez abierta la puerta, las gallinas se abalanzan como octogenarias mujeres cluecas ante ofertas nuevas en el supermercado. Comen y comen desesperadamente y se empujan unas a otras para hacerse lugar. Algunas van apuradas a empollar, otras recorren el gallinero como si fuera su ducado.
Mientras tanto nosotras – las humanas portadoras del alimento sagrado – nos alejamos de ese lugar. Al fin de cuentas esas tierras están siempre removidas y siempre frías, y allí todo huele a plumas viejas.
Alimentar a las ingratas II

