martes, 18 de agosto de 2009

Vidrio en sangre

Y ahora claro, mirá. Veinte mil astillas de vidrio que se quieren meter. Que se quieren meter en mis venas, claro. Veinte mil pedacitos nadando en torrentes de sangre, pedazos chiquitos que a la luz brillan y parecen plateados y yo entonces me pregunto si son tantos ¿no? me pregunto cuánto faltará para que me corra mercurio por las venas. Porque después de todo estos brillitos plateados parecen gotas de aquel metal y me salen de las venas, si. De mis adentros. Yo pienso si todo ese vidrio se me está metiendo ahora o si ya lo tenía. Y si de las veinte mil astillas que en sangre nadan, de todas, una se me entierra en el corazón, por ejemplo, ¿qué? ¿Empezaré a producir vidrio por bombeadas? No sé. Tal vez esa mínima astillita se me encalla en el músculo, que se rompe, se rompe, se inunda el cuerpo de sangre, de sangre se llena todo la piel lo contiene y un día explota.

Esas cosas me pasan a mi. Como esto, por ejemplo. Los vasos que caen se rompen a lo sumo en cuatro pedazos. Cinco, qué locura. Y todos grandes, alguno pequeño. Pero no veinte mil astillas. Y a quién se le ocurre prender la luz a las tres de la mañana igual.

Quería saber a qué te levantaste a esta hora.

Estoy mirando por la ventana.

Mirando qué.

Qué te importa Alfonso. Mirando. Qué tiene de malo mirar por la ventana por dios.

Estás enojada porque se te rompió el vaso.

Algunas veces pienso, y últimamente más de dos al día, que cuando aquel hombre me preguntó si pensaba amarlo para toda la vida tendría que haber dicho si. Si, y también juro odiarlo hasta que la muerte nos separe, que no es un compromiso menor.

Por la noche cuando miro por la ventana de la cocina pienso que la oscuridad del patio es enorme. Infinita. Que cualquier día podría meterse alguien por la medianera bajita y entrar a la casa a robar. Alguien. Un hombre. Me lo empecé a imaginar. Dos tipos desencajados, con los ojos para todos lados. Que se acercan a la ventana y miran huelen con los ojos sienten con la lengua miran. Y yo me quedo mirando ratos largos de noche y los hombres nunca llegan. (Si se me sigue metiendo vidrio en las venas la sangre roja se hará mercurio. Lo dice clarito ahí, en el libro.)

A Alfonso no lo sentí entrar en la cocina. Pero cuando prendió la luz vi una cara en la ventana. La mía, desencajada. Dejé caer el vaso. Sin querer. Me había olvidado que lo tenía entre los dedos. Era mi cara. No había un loco que entrara en mi casa era mi cara. No había un loco. (Saltar por medianeras ajenas, degollar vecinos tomar de sus gargantas las cuerdas armar con ellas guitarras. No.) Un loco. Que viniera. Y me llevara.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Destellos de imaginación más que luminosa que se enciende a las tres de la mañana...

Qué no se apague la luz!!!