martes, 15 de septiembre de 2009

No alcanza

Su rostro no está. Él está ahí pero ya no es. La oscuridad deshace la mitad de su cara, y en un delirio a ella le parece ver cómo se desfigura. Un ojo se desprende y flota en el eter, pegado aún a la ceja, pegadas aún las pestañas, se aguzan los ojos y penetran, quieren decir miles de cosas, sólo caben algunas cuantas decenas de palabras. La oscuridad, que deshace las cosas, le carcome la mitad del rostro, la otra mitad bañada con luz de luna púber, es fría, no alcanza. Ella ve el rostro de él y le parece que es otra persona, los poros de su piel se hacen evidentes, en las curvas de su cara reposa la desesperación. No entendés que no me alcanza. No. Que te abrazo y no me alcanza. Te aprieto fuerte y no, no te metés adentro mío, abajo de mi piel, no, conmigo, no, te me vas y no me alcanza. Ella triste lo abraza, con las piernas, lo abraza, con el cuerpo, y con las yemas repasa su cara.

Acostados en la cama, él presiona. ¡No ves que no me alcanza! Lágrimas suicidas, sábanas mojadas. Sus manos en el cuellos presionan, presionan. ¡No ves que no me alcanza! Las de ella manotean, una cara que no está. ¡No ves que no me alcanza! Aprieta. Cierra. Hablame, decime algo. Te necesito, ¿no te das cuenta? No. Sus piernas se aflojan. Ya no lo abraza. Lo mira, pero no respira.

martes, 1 de septiembre de 2009

Niños que no duermen II

De chica no tenía problemas para dormir. Hay nenes que les dejan la luz prendida del baño, o cajitas musicales abiertas hasta que se agota la cuerda. Yo no. Jamás. Momento, estoy mintiendo. Una noche, yo tendría unos diez años, estábamos en la casa del campo. Me desperté porque había tenido una pesadilla. No quise llamar a mi mamá desde la cama. Ya lo había hecho antes, y siempre terminaba llorando. Es que el pasillo que separaba mi pieza de la cocina era muy largo, y la puerta, muy pesada. Mi madre se quedaba charlando con mi abuela después de acostarnos, y si alguno de nosotros llamaba, no nos escuchaba. Cuando yo gritaba “¡Mamá!” por décima vez, mi voz se quebraba. No sé porqué, sólo recuerdo sentir una angustia terrible. A veces escuchaba las risas en la cocina, y toda la situación se me hacía un abandono insoportable.

Así que esa noche, la de la pesadilla, decidí levantarme porque no quería llorar. Encontré a mi mamá en el baño, se estaba mirando al espejo con la puerta abierta. Se tocaba la cara, tenía un moretón y estaba llorando. Yo me asusté, los padres no lloran. Hice un ruido al respirar y me tapé la boca. Mi madre me vio y cerró la puerta al instante. Entonces me di vuelta y vi que venía mi papá. Salía de su habitación, estaba desencajado. Al verme, su gesto se ablandó. Yo me asusté, me metí en mi pieza y cerré la puerta. Las sábanas estaban frías.

Durante un tiempo, después de esa vez, mi mamá me contaba cuentos de princesas para que me durmiera. Nunca hablamos de la vez de la pesadilla. Una noche, antes de que se fuera, le pregunté.

- Mami, ¿a las princesas les pegan? - me miró fijo y pensó unos segundos.

- No - su voz era firme. -¿Me oís bien? A las princesas no les pegan nunca - me tapó, me dio un beso y se fue cerrando la puerta.
Ese fue el último cuento, el número treinta. Y luego pude dormir siempre sin problemas. Hasta hoy.