martes, 25 de agosto de 2009

Niños que no duermen

Recién soñé. Pero tenía los ojos abiertos, qué raro. (No, no es raro, me pasa seguido.) Estaba durmiendo en mi cama y escuchaba un ruido terrible. Una bala había roto mi ventana y se dirigía a mi frente. De pronto se detenía. Se le abría una boca y me empezaba a hablar. “Deberías dormir”, aconsejaba. (Qué bala de mierda.) Me hizo acordar a esa vez en la casa del campo. Yo era chiquita. Estaba durmiendo en el cuarto del fondo y de pronto me despertaba un escándalo de botas contra el piso de madera. Me levanté a ver qué pasaba. Mi abuelo, mi tío, mi papá entraban a la sala y tomaban los rifles de la pared. Yo pensaba que eran decorativos. “Hay un zorro en el cuadro del molino”, dijo uno. Me fui de vuelta a la cama. Me dio miedo que alguien usara esas armas. Durante un largo rato, hasta que me dormí, escuché los disparos. Me imaginaba zorros con la cabeza partida en dos, el hocico chorreando sangre de oveja. De tanto en tanto me despertaba un tiro, que se me hacía cercano. Me paralizaba la idea de que uno atravesara mi ventana y se enterrara en mis sesos.

martes, 18 de agosto de 2009

Vidrio en sangre

Y ahora claro, mirá. Veinte mil astillas de vidrio que se quieren meter. Que se quieren meter en mis venas, claro. Veinte mil pedacitos nadando en torrentes de sangre, pedazos chiquitos que a la luz brillan y parecen plateados y yo entonces me pregunto si son tantos ¿no? me pregunto cuánto faltará para que me corra mercurio por las venas. Porque después de todo estos brillitos plateados parecen gotas de aquel metal y me salen de las venas, si. De mis adentros. Yo pienso si todo ese vidrio se me está metiendo ahora o si ya lo tenía. Y si de las veinte mil astillas que en sangre nadan, de todas, una se me entierra en el corazón, por ejemplo, ¿qué? ¿Empezaré a producir vidrio por bombeadas? No sé. Tal vez esa mínima astillita se me encalla en el músculo, que se rompe, se rompe, se inunda el cuerpo de sangre, de sangre se llena todo la piel lo contiene y un día explota.

Esas cosas me pasan a mi. Como esto, por ejemplo. Los vasos que caen se rompen a lo sumo en cuatro pedazos. Cinco, qué locura. Y todos grandes, alguno pequeño. Pero no veinte mil astillas. Y a quién se le ocurre prender la luz a las tres de la mañana igual.

Quería saber a qué te levantaste a esta hora.

Estoy mirando por la ventana.

Mirando qué.

Qué te importa Alfonso. Mirando. Qué tiene de malo mirar por la ventana por dios.

Estás enojada porque se te rompió el vaso.

Algunas veces pienso, y últimamente más de dos al día, que cuando aquel hombre me preguntó si pensaba amarlo para toda la vida tendría que haber dicho si. Si, y también juro odiarlo hasta que la muerte nos separe, que no es un compromiso menor.

Por la noche cuando miro por la ventana de la cocina pienso que la oscuridad del patio es enorme. Infinita. Que cualquier día podría meterse alguien por la medianera bajita y entrar a la casa a robar. Alguien. Un hombre. Me lo empecé a imaginar. Dos tipos desencajados, con los ojos para todos lados. Que se acercan a la ventana y miran huelen con los ojos sienten con la lengua miran. Y yo me quedo mirando ratos largos de noche y los hombres nunca llegan. (Si se me sigue metiendo vidrio en las venas la sangre roja se hará mercurio. Lo dice clarito ahí, en el libro.)

A Alfonso no lo sentí entrar en la cocina. Pero cuando prendió la luz vi una cara en la ventana. La mía, desencajada. Dejé caer el vaso. Sin querer. Me había olvidado que lo tenía entre los dedos. Era mi cara. No había un loco que entrara en mi casa era mi cara. No había un loco. (Saltar por medianeras ajenas, degollar vecinos tomar de sus gargantas las cuerdas armar con ellas guitarras. No.) Un loco. Que viniera. Y me llevara.

lunes, 3 de agosto de 2009

Se me escapan, las palabras

Humo, hay olor a. El hogar hecho de ladrillos, hechos de algo color naranja, alberga el fuego que prende, prende, se aviva y quema. La madera, quema. Yo tengo los pies fríos. Los pies de alpargatas y medias no tan gruesas. Es invierno, a pesar de que. Y yo meto, entonces, los pies, el pie que se me congela, porque siempre es uno, siempre el mismo, siempre no pero hoy se me ocurrió venir y meterlo en el hogar. Arriba del tronco que arde. Uno podría pensar, ahora que lo pienso, que el tronco está muriendo, pero no. Ya se murió antes, cuando lo cortaron. El hogar (desde esta perspectiva) parece un viejo. Su boca de ladrillo a la vista parece decirme "estoy cansado. Estoy cansado María. Estoy cansado María de quemar". Pero no, se limita a lanzar bocanadas de humo y yo viajo. Porque los hilos grises que del tronco ardiente (que del tronco ardiendo, que del tronco ardiente) se desprenden a mi me hacen acordar a tantas cosas. Mentira. Me llevan siempre al mismo lugar. Y yo sin querer me subo en esa canoa y viajo, porque conozco el lugar, pero cuando llego ya estoy ahí y no lo veo. Y es el campo, si, el campo en invierno, si, pero ¿qué del campo? No sé. Es el campo en invierno. Y el olor a humo para mí es el olor al campo en invierno. Y a pesar que la casa está limpia, la mitad huele a Glocot de lavanda y cuando uno se acerca al centro hay olor a humo. (No, no hay olor a humo. Aunque si.) Hay olor a hogar. Es lindo, si, por momentos, el olor a humo, pero a veces el viento del sudeste es más persistente y se nos llena la casa de humo.
Recuerdos, se nos llena la casa de.
En la memoria, me ahogo yo a veces.
Los recuerdos me superan, los invento y me los creo y los escribo y los cambio. Acá, arriba del hogar, el humo me hace bien, si, pero ahora me arden las piernas, si, me arden pero no del frío, no, me arden del fuego, si. Se me ha llenado el corazón de humo, si, y yo que no sé cómo hacer para que vuelva a correr la sangre, no. Podría degollar un cordero en el patio, al fin de cuentas vi cómo lo hacía mi abuelo desde los cinco años, si, podría hacerlo, manejo el cuchillo a la perfección, podría hacerlo y beberme la sangre. Y dejar de escribir. Si. No podía escribir. No podía. No puedo. Se me escapan, las palabras. Voy a degollar un cordero.